viernes, 7 de mayo de 2010

Cinematoplastia

De pequeño, tenía un hada diminuta y luminosa llamada Campanilla, con la que ansiaba que me llevara con su magia al País de Nunca Jamás, y allí correr y jugar por verdes bosques junto a mis joviales amigos los gremlins, a los que sabía que nunca debía mojar, para no enfadarlos.
Crecí en ese bosque peleando como un gladiador con mi maestro William Wallace, del que aprendí a usar la espada en la batalla y las palabras en el enemigo. Siempre salíamos victoriosos, siempre sacando pecho, celebrando nuestras victorias con frías jarras de cerveza.
Pero llegó mi hora de partir. Dejé de ser niño para convertirme en un jovenzuelo que debía curtir su vida solo en casa, sin ayuda de maestros ni espadas. Partí en el Titanic una calurosa mañana de agosto, en un mar revuelto de rabia por engullir almas inocentes. Un mar que nos hizo chocar contra un sombrío castillo en ruinas donde murciélagos chupasangres lo planeaban en busca de apetitosas víctimas.
Me adentré en aquel oscuro castillo sin saber qué hacer, a dónde ir. Un largo pasillo me invitaba a tomar una dura decisión. Girar a la derecha y formar parte de la cena del Conde Drácula o girar a la izquierda y sufrir un espantoso corte de pelo por parte de Eduardo Manostijeras. Para colmo de males, frente a mí, Freddy Krueger me esperaba con sonrisa maliciosa con un billete para el próximo viaje a mis peores pesadillas. ¡Dios, estoy perdido!
Y lo hubiera estado de no ser por Superman, que me sacó volando del nido del cuco. Pero yo no quería estar por las nubes, deseaba que mis pies tocaran la tierra y sintieran el cosquilleo y el frescor de la hierba, así que salté desde lo más alto del cielo para ir a parar al techo del motel de Norman Bates. Seguía estando en las alturas, queriendo no ser más que nadie, sino una cabra (o cabrón) más del rebaño de Pedro. Con Forrest Gump corrí motel abajo, sin parar, corrí tanto que hasta se me olvidó la peluca y el bigote postizo que me regalaron por mi cumpleaños los hermanos Marx y que tanta ilusión me hizo.
Corrí tanto, que el tiempo pasó a la luz de un rayo arrancando un DeLorean. Me hice viejo antes de lo previsto, como Benjamín Button. Mi carrera, sorteando afiladas mandíbulas de tiburón y objetos lanzados por traviesos poltergeist, finalizó en una ciudad futurista dominada por Terminators que se encargaban de extinguir a lo poco que quedaba ya de la raza humana. Tan solo Rocky se mantenía en pie, aunque los golpes de las máquinas lo tenían casi KO. El disparo de un fusil me partió el corazón tanto como me lo partió la princesa prometida de la que me enamoré locamente en una senda de baldosas amarillas.
Un cuervo de mirada penetrante y silencioso como los corderos, llevó mi espíritu al otro mundo, un mundo diferente del que conocemos. Y ahí sigo deambulando, esperando una respuesta. Esperando una última señal. Un último aliento. Un último beso. Esperando al bueno, al feo o al malo. Esperando a Sandy, para bailar agarrado a ella un grease. Esperando leer el verso más bello del club de los poetas muertos. Esperando a lo que el viento se llevó o un encuentro crucial en la tercera fase. No desistiré en mi espera, te lo juro. Tengo todo el tiempo de tu mundo y el mío para declararte la guerra de las galaxias.

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